Laureles Patrimonio Vivo, junto a Luis “el correcaminos”, hicimos un recorrido en la historia de la comuna 11 Laureles
Por Wilson Daza. Comunicador Social-Periodista. UPB
Un golpe de Estado fue el regalo inesperado de su primera comunión, que se celebró en el campus universitario de la Universidad Pontificia Bolivariana, UPB, del entonces conocido como sector de Otrabanda.

Mientras Luis Hernán Herrera Cano recibía un pedacito del cuerpo de Cristo, en forma redonda de hostia, en Bogotá, el general Gustavo Rojas Pinilla derrocaba al entonces presidente conservador Laureano Gómez que yacía enfermo y lo reemplazaba, de manera temporal, Roberto Urdaneta Arbeláez.
Esto ocurrió el 13 de junio de 1953, sábado, en una fecha en la que Colombia tuvo tres presidentes distintos en un solo día y que, hasta hoy, sentado en un local de su amado barrio San Joaquín, frente a un café con leche y un palito de queso, Luis Hernán aún no puede olvidar.
Tal suceso quedó ligado a su vida y lo marcó para siempre. Desde ese momento comenzó su eterno enamoramiento por la zona de San Joaquín, en la comuna 11 Laureles-Estadio.
Nació en 1945, en una ‘fábrica’ de niños, porque allí se parían pequeños como en serie… era la Clínica Luz Castro de Gutiérrez, Hospital General de Medellín, y cuando su familia, padre, madre y hermanos, que fueron once… doce con él, residían en el barrio Manrique Central.
Después convivieron en muchas partes. Tantas que ni él mismo las recuerda todas: Prado, Santa Marta, Urabá y la familia terminó viviendo en una súper casa ubicada en la Avenida Echeverri, abajo de El Palo, del colegio María Auxiliadora y del barrio Boston, pero muy cerca al Centro de la ciudad.
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Su padre, llamado Ángel, por constancia de la partida de bautismo, pero también de alma, porque era como un ser alado, noble y bueno que mandó Dios a la tierra; fue un campesino que nació en Ciudad Bolívar, pero que en realidad hizo su vida en Jericó y Pueblo Rico donde aprendió, en apenas dos años de primaria, a leer y a escribir… a sumar y restar.
Un hombre echado pa’lante que luego, en Medellín, se convirtió en un comerciante emprendedor.
Sorteó con entereza las penurias de la época y, pronto, se hizo, junto a un hermano, a un granero en el barrio Sevilla, cercano al Hospital San Vicente de Paúl y al cementerio de San Pedro.
De allí salió muy pronto porque el hermano, hablando en plata blanca… o negra, para hacerlo más evidente, lo tumbó… le robó.
Muy rápido salió de ese lugar y consiguió un pequeño puesto en una puerta comercial cualquiera en el Centro, cercana al cruce de la carrera Carabobo con la calle Pichincha, en donde estaban ubicados los entonces almacenes Tía, Mío, Éxito y Caravana, el de las legendarias escaleras eléctricas, y puso sobre una mesa un ‘taller’ en el que reparaba alhajas, relojes y pulsos.
Muy pronto se dio a conocer, consiguió clientela, ganó credibilidad y terminó arrendando todo el local. Cogió fama, acaparó y convenció a clientes y, como se dice, no solo le sonó la flauta sino la orquesta entera.
Como una paradoja de la vida al negocio lo llamó, de manera rimbombante y simpática, Joyería y Relojería la Fortuna y fue eso lo que consiguió y comenzó a cosechar desde ese día… pura fortuna.
Como le pasó a la argentina Eva Perón, Evita, cuando hizo su famosa gira por Europa para pedir y recoger recursos para sus descamisados, a don Ángel le comenzó a llegar la plata y así enrumbó su nueva vida. En un abrir y cerrar de… todos sus sentidos: ojos, boca, nariz, oídos y manos… Se hizo próspero… Un verdadero dandy, dice hoy de él su hijo Luis Hernán. Eso sí, un gran padre al que el nuevo dinero que entró nunca envileció. La familia, el hogar, la educación de sus hijos, una mejor calidad de vida fueron siempre las prioridades y premisas de este ángel terrenal.
¿Y lo de los sentidos porqué?: Ojos para visualizar un mejor futuro, olfato para oler las buenas oportunidades, oídos para pararle ‘bolas’ a los acertados consejos de su clientela y su familia, boca para saber vender, convencer a sus clientes y degustar, ahora sí, unos platos diferentes a los acostumbrados y manos para trabajar con finura y delicadeza, labrar con excelencia las joyas, escoger con todo detalle las alhajas que compraba y vendía y estrechar las manos de sus nuevos amigos… gente ‘jai’ de la alta sociedad paisa.
Hasta miembro se hizo del club Campestre el Rodeo de Medellín y se compró un carro último modelo marca Hudson Jet modelo 53 que, dos años después, reemplazó por un Chevrolet BelAir sedán cuatro puertas.
Todo cambió para Luis Hernán, el Cabezón, Cabezona o Colombina, como le decían sus amigos de la barrita en aquel tiempo para hacerle notar que él tenía una cabeza grande sobre un palito de cuerpo pequeño y hasta medio delgado.
Su vida cambió 180 grados. Alquilaron una casa ya muy lujosa en la citada Avenida Echeverri. Lo matricularon en el kínder de la UPB que quedaba en la que fue, después, la sede del periódico El Colombiano en la zona de Juanambú. Allí duraron un tiempo hasta que a su papá le vendieron un lote en un terreno en el que ‘dizque’ se iba a construir el nuevo Medellín. Estaba ubicado en San Javier. Lo convencieron cuando le dijeron que el lugar ya era una villa y que era un barrio diseñado por una cooperativa. Era verdad… era la misma entidad que, tiempo después, construyó las primeras casas de la comuna 11 Laureles-Estadio, que estaba cerca a la UPB, pero que en ese tiempo se llamó barrio Los Libertadores.
El padre de Luis construyó y se mudó muy rápido con toda su familia a ese lugar. Era su primera casa propia… todo un logro: carro, casa y algo de efectivo para mejorar sus vidas… El futuro prometía.
Corría el año 1953 y Luis ya casi cumplía ocho años. La primera comunión estaba cerca y las condiciones económicas de su casa mejoraban.
Este correcaminos de Laureles recuerda: “En esa época ya se dio ínfulas de rico mi papá. Yo lo que creo es que solo fue un despegue económico de la familia impresionante y el estaba ilusionado por eso. ¡Ahhh! y debo anotar que fue aquí, en Medellín, donde nacieron todos los hijos… doce: diez hombres y dos mujeres. Dos de ellos ya murieron. Cabe decir que ahí sí vale el dicho ese que en ese tiempo no existía la televisión. Es verdad… ni siquiera se había inventado. Mi padre decía que él no hacía sino artículos para damas.
Como socio del Club el Rodeo papá comenzó a rodearse con la élite de Medellín, con la crema. Entonces tuvo la insinuación de algún colega para que viera un barrio que estaba empezando y que se llamaba Los Libertadores. Todavía no se llamaba San Joaquín. Estaban empezando a construir la iglesia. Estoy hablando del año 1954”.
El sector se llamaba así porque allí ya existía un hipódromo que tenía ese mismo nombre. Además había una vía cercana paralela al río Medellín que también se llamaba así: Avenida Libertadores. La de la otra margen era la Avenida los Conquistadores cuyo nombre también se adoptó para bautizar a otro de los quince barrios que integran la comuna 11.
“Corría el año 1947 o 1948. Estaba empezando el proyecto del barrio a todo el frente de la Universidad Católica Bolivariana a la cual, el 15 de septiembre de 1936, le fue expedido el decreto de fundación de la Institución con ese nombre.
Yo entré a kínder allí muchos años después y ya le habían cambiado el nombre a Universidad Pontificia Bolivariana. Eso pasó en 1945, durante el papado de Pío XII. La Universidad recibió el título pontificio, cambiando su nombre a la denominación actual.
En todo caso a mi papá le ofrecieron un lote en el que se estaba desarrollando un proyecto de vivienda dirigido por una cooperativa y decían que era la zona a través de la cual iba a girar todo Medellín.
Él compró el lote de San Joaquín y, de nuevo, construyó muy rápido. El mismo constructor que le hizo la casa de San Javier le hizo la de San Joaquín. La vivienda la comenzaron a construir en el 53 y se la entregaron en el 57. Yo llegué a esa casa cuando iba a cumplir doce años. Era una vivienda bellísima que quedaba a media cuadra de la iglesia que también estaba en construcción. Solo existía una ramada.
Hoy por hoy, la que era mi casa, la convirtieron en seis apartamentos”. Y lo dice Luis Hernán con una profunda tristeza. Se le ve en los ojos.
Este hombre, especialista en Mercadeo de la Universidad Eafit, profesor e investigador universitario y ex gerente regional de Protección pensiones en Bogotá, de adolescente comenzó a ver crecer un barrio que no era sino mangas. Las casas se contaban en los dedos de las manos… y sobraban dedos. Eso sí, según sus recuerdos, algunas de ellas eran “hermosísimas”.
Recuerda una en especial: una edificación antigua de Raúl Tamayo, un familiar del fundador de Cervecería Tamayo. También guarda en su memoria la gran vivienda de Tulio Ochoa, el papá del famoso cabalĺista Fabio Ochoa, acusado años después por las autoridades de participar en negocios ilícitos.
Muy diferente a la conducta de su padre, don Tulio Ochoa , que siempre fue reconocido por su honorabilidad. Era un hombre alto, delgado, ganadero a quien, incluso, el presidente Carlos Lleras Restrepo le impuso la Cruz de Boyacá, porque era una persona muy distinguida y reconocida en todo el país.
Luis también se mete en sus añoranzas y recuerda la casa de la familia Vélez en la que uno de los hijos, Juan Raúl, fundó la empresa Cueros Vélez, reconocida a nivel mundial por la calidad de sus productos.
No deja de resaltar que en otra esquina del barrio San Joaquín vivían dos de los terratenientes más grandes del sector: Alberto y Jesús Restrepo, que fueron los que luego vendieron la mayoría de los lotes de esa zona.
Mejor dicho, para este hombre ya jubilado, caminante empedernido de todo el territorio que comprende la comuna 11, que se consiguió su primera novia cuando todavía era un pelaíto patirrajado pero que gusta mucho de las féminas, que goza de lo lindo de las fiestas sin tomarse un guaro y prefiere un buen vino y comida saludable como las frutas, las verduras y las carnes blancas o la comida de mar y que muere por el equipo del pueblo, el poderoso Deportivo Independiente Medellín, del cual es hincha y hasta fue socio… su barrio San Joaquín y, en general toda Laureles, es de lo mejor que le ha pasado en la vida.
A su terruño 11 lo sueña, lo abraza, lo camina, lo consiente, lo mima con sus comentarios… mejor dicho lo idolatra y sus ojos lo delatan cuando narra cualquier vivencia de la zona: le brillan diferente y hasta su voz se agita.
Se siente orgulloso de que en su territorio hayan vivido personajes de la categoría de Juanes, el cantante; Cochise el mejor ciclista colombiano de todos los tiempos; el ideólogo del barrio, Francisco Luis Jiménez, fundador de la Cooperativa de Empleados de Antioquia; José Joaquín Vélez Vélez, que fue un gran filántropo y dedicó su vida a la promoción del desarrollo humano y empresarial de Antioquia; fue un líder de la industria plástica y farmacéutica que, como lo dice en una investigación periodística Érika Fernanda Álvarez: “Fue un hombre que tenía visión, espíritu cívico y generosidad. Un hombre que contribuyó al progreso de Medellín y de su amada tierra natal, Carolina del Príncipe. Un hombre que fue ante todo un misionero de amor. Transformó las sustancias químicas en remedios, el plástico en juguetes, las edificaciones en hogares, el conocimiento en experiencia, y a sus empleados y familiares, en seres humanos sensibles, herederos de un compromiso que siempre guio su obra: el bienestar colectivo. Así concibieron su existencia los filántropos que ya para el siglo XX escaseaban en el territorio antioqueño. José Joaquín Vélez Vélez fue uno de esos singulares seres, vivió como un prohombre, trabajó con pasión para mejorar la calidad de vida de propios y extraños y, murió conforme a su profunda fe católica que lo incentivó a ser bendición en todos los escenarios habitados”.
Luis el correcaminos de adulto, Cabezón de niño y adolescente también se siente pletórico cuando recuerda que por las calles de su barrio vio pasar a Monseñor Félix Henao Botero, habitante de Laureles, segundo rector de la UPB y del grupo de fundadores de la institución; o a Carolo, el hombre que encendió la llama del legendario Festival de Ancón; a Jorge Montoya Hoyos, el rockero que tocaba tiple y murió muy rápido; a Antonio Roldán Betancur, el gobernador de Antioquia que fue asesinado, “por error” al frente del barrio Velódromo; y a Fausto, Javier Piedrahíta, el famoso baladista antioqueño que, muy a propósito de esta historia de recuerdos, escribió e interpretó una canción famosa que tituló “Soñando con el abuelo”.
Y en eso se le va la vida a Luis Hernán además de cuidar a su madre de 96 años que padece una enfermedad senil y que ya ni se acuerda que quien la cuida es su hijo. Pero él lo hace con todo el cariño que le queda y que le sobra.
Desde hace mucho tiempo sanó su alma y ahora a su cuerpo lo rodea un aura especial. Tal vez solo le falta que le nazcan las alas del Ángel que fue su padre… o éstas ya están ahí, invisibles, pero vuelan sobre la comuna 11 cada mañana y tarde y hasta noche. Junto a Luis, los dos ruegan para que no se acabe el escaso patrimonio arquitectónico y cultural que le queda a su territorio, como prueba de lo que fue, hace varias décadas… una gran historia.
Y también… anhelan y ruegan que no les vuelvan a regalar nunca un golpe de Estado como el de 1953 en su primera comunión y que, él, aún no entiende porqué lo marcó de por vida. No Más Rojas Pinillas como ese. Nunca. Jamás