Esta semana, en la subasta de arte latinoamericano de Christie’s, la obra de su majestad Fernando Botero sumó en ventas la nada despreciable cifra de 4’300.250 dólares. Dos esculturas, dos dibujos y tres pinturas –entre ellas, un poderoso tríptico de 1’830.000 dólares– lograron un número que, para la mayoría de artistas colombianos vivos, todavía suena en otro idioma: el idioma de los dólares y de las ventas en el glamuroso mundo de las salas de subasta de Londres y Nueva York. Pero en pesos colombianos –en nuestro humilde, devaluado y tan necesario peso colombiano–, las cifras también comienzan a sonar. Y no solo porque la cara de Débora Arango esté en el billete de 2.000 pesos.
Charlotte tiene la intensidad de la turbina de un Boeing 787. Tiene 34 años y llegó hace casi una década a Colombia. En Francia, su país, estudió derecho y se especializó en subastas y en mercado del arte. “Son dos carreras. En Francia ser subastador es una profesión”, sostiene. Hizo una maestría en el Lou-vre y estudió la restitución del patrimonio cultural en Roma. Trabajó en el departamento jurídico de Sotheby’s en París y pasaba sus horas entre objetos preciosos que tenía que mirar, tocar –sobre todo apreciar– y evaluar con lupa; pero el destino le tenía una sorpresa. Se enamoró. Dejó su trabajo y se estableció en Bogotá sin hablar una sola palabra en español.
Dio clases en la Universidad de los Andes. Evaluó el mercado del arte en Colombia y dio por sentado que no le interesaba trabajar en galerías: no eran su pasión. Y de pronto, hace cinco años, en medio de su mundo perdido, le hablaron de que iban a abrir una casa de subastas. Y terminó convertida en su socia y directora.
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